domingo, 27 de noviembre de 2016

MOLINO

LR 11 – Radio Universidad – “CANTO EN AZUL Y BLANCO”
Micro Nº 005 – 27/11/2016

Con su licencia, paisano! Acomodado en la cocina grande, junto a la ventana para tener mejor luz, mientras gustamos un mate, vamos a ver si compartimos “Decires de la campaña”.

EL MOLINO
Hace muchos años ya, tomé, con respecto a mis versos, la decisión de situarlos en tiempos pasados, lejanos hoy, donde los elementos más “modernos” que suelen aparecer son: “el molino” o alguna referencia al tren, porque ellos ya andaban entre nosotros en el S. XIX, o sea: hace mucho. Respecto de lo que ahora nos interesa, escribí una vez: “La alta flor de un cardo ruso / que ha crecido en demasía / muestra la estampa bravía / que la tierra le compuso. / Suelta un quejido inconcluso / el molino, cuando hereda / un soplo que se le enrieda / pero… que por ser mezquino, / deja a mitá de camino / el trajinar de la rueda”.
“El molino” vino a solucionar en muchos lugares, el problema del agua, evitando la laboriosa tarea de tener que cavar jagüeles. Y esas torres metálicas, altas muchas veces en su afán de atrapar el viento, y petisas en aquellos sitios muy ventosos, fueron en su origen de madera, origen que se remonta a 1854 en los EE.UU. de Norteamérica.
Entre nosotros está desde 1880, cuando la sociedad integrada por Miguel Lanús y Belisario Roldan (padre), comenzaron a exportarlos y en la exposición Rural de Palermo de 1881 es, de alguna manera, presentado en sociedad. Eran estos los “molinos” “Corcarán”, y a partir de 1894, dicha sociedad se encarga de fabricarlos en el país. Otras marcas de los primeros tiempos fueron “Halladay” y “Eclipse”.
Como ya dijimos, los primeros molinos fueron torres de madera e inclusive era de madera la ruedas y sus aspas.
La difusión del molino corrió aparejada al tendido de las vías férreas, y así fue que en las estaciones siempre se instalaba uno, sumamente necesario “para apagar la sed” de aquellas locomotoras pioneras.
La marca “Halladay” publicitaba su producto, diciéndole a la gente de campo: “El viento es barato. ¿Por qué no lo aprovecha usted utilizándolo para sacar agua en lugar de hacer ese trabajo con caballos y peones?”.
Así, poco a poco, de las chacras y quintas cercanas a Buenos Aires, pasó a formar parte de las estancias más alejadas, hasta llegar a colonizar las tierras de la Patagonia, donde esas grandes extensiones necesitaban de su presencia para poder transformase en productivas para la ganadería en sus distintos tipos.
Así fue también que al inicio de la centuria de 1900 al “molino” se le adosó el “tanque australiano” formando una yunta inseparable, integrada al paisaje de la estancia criolla, siendo ya para esta época, las torres de metal que aún vemos en la campaña.
Don Luis Domingo Berho supo cantarle con acierto en “Pión de Fierro”, cuando escribió:
(Ver el verso en Antología de Versos Camperos)

sábado, 26 de noviembre de 2016

DON ROBERTO, SEÑOR DE TRAPALANDA

Un joven Roberto en su primera
estada entre nosotros
Ochenta años atrás, el 20 de marzo de 1936, de una repentina neumonía moría en su habitación de pasajero del Hotel Plaza de la ciudad de Buenos Aires, el “gaucho escocés” D. Robert Bontine Cunninghame Graham, o más llanamente entre nosotros “Don Roberto”. Pocos días antes había regresado a las tierras del Plata, con dos motivos latentes: visitar la casa donde naciera y pasara la infancia su gran amigo, Don Guillermo Hudson (que había fallecido 14 años antes), y conocer los famosos “Gato” y “Mancha”, sus admirados caballitos criollos, con los que su también amigo Aime Tschiffely, había unido las Américas a uña de caballo.
Pudo cumplir el primero de sus deseos, y así fue que visitó en Florencio Varela el predio de “Los 25 Ombúes” y conoció el Museo en que se convirtió la casa original que habitara Hudson. Pero no pudo cumplir con el segundo, como que a los 84 años, sin previo aviso, lo sorprendió la muerte antes que emprendiese viaje hacia “El Cardal” de Solanet, en Ayacucho, para poder allí palmear a los nobles pingos que lo maravillaran con su hazaña.
Eso sí, cuando sus restos fueron trasladados en solemne caravana hacia el puerto porteño para emprender el viaje final a su natal Escocia, “Gato” y “Mancha” escoltaron al coche fúnebre que lo transportaba.
Antes de emprender el viaje que lo volvería al Plata, se había preocupado por carta, por conocer el estado de ambos caballos, preguntando como pasaban sus días, como los alimentaban, si estaban protegidos…, y cuando le informaron que desarrollaban su ahora descansada vida en el parque del casco de la estancia, y de las “comodidades” con que contaban, recién quedó tranquilo. Él, como especialísimo presente, les traía en una bolsita de seda bordada, unos puñados de avena de su patria escocesa.
Le apasionó la aventura, el viajar a lugares desconocidos y saber de otras culturas; le apasionó la política, campo en el que a pesar de su “sangre noble” abrazó los ideales socialistas y del nacionalismo escocés, bregando por la educación pública y la jornada laboral de 8 horas (todo un adelantado!). Pero más le apasionaron los caballos, y dentro de estos sus predilecciones estuvieron puestas en los caballos criollos.
Casualmente, poco antes de su deceso, le había contado a un periodista: “…hemos fundado la Asociación de Criadores de Caballos Criollos para proteger a este noble y simpático animal, echado a perder y en camino de su desaparición por el mestizaje. Con el mestizaje gana el caballito en pinta y rapidez; pierde en resistencia. El mestizo no sirve para los rodeos y las faenas generales de la estancia…”. (Dubini)
Este “gaucho escocés”, especialísimo y culto personaje, fue descripto por Solari Yrigoyen de la siguiente manera: “De escuálida figura, pose varonil sin ninguna similitud con lo amanerado, cabeza proporcionada con espesa cabellera que conservó en buena porción hasta sus últimos años; de frente ancha cuyas líneas se extendían hasta el mentón fino y anguloso, cubierta en su edad madura por una barba triangular. Su estampa arquitectural gótica, era propia del modelo de un Greco y de figurar entre las fisonomías de “El Entierro del Conde de Orgaz”.
Casi podría afirmar que la primera noticia sobre “trapalanda” la tuve leyendo a Don Roberto; la idea de ese idílico “cielo de los caballos”, conformado por una interminable llanura con abundantes pasturas, me caló hondo, al punto que la he tomado como “propia”, y suelo usarla o referirme a ella con frecuencia. Pero que mejor que leer lo que el mismo escribiera referido a como se compone ese cielo de: “…praderas en las que el pasto no se marchita y los arroyos no se secan nunca (donde los caballos ambularán a su antojo) liberados de la montura y sin ninguna espuela cruel que los apure.”. El paraíso de los caballos.

Fueron sus padres Anne Elizabet Fleeming y William Bontine, quienes tuvieron otros dos hijos: Charles (1853) y Malise Archibal (1860). Roberto había nacido en Londres el 24/05/1852.
La existencia de una abuela española que solía narrarles historias y aventuras en tierras de América, le allanó el conocimiento de la lengua y le despertó la curiosidad.
Llegó a estas playas del Plata por primera vez, en el navío “Patagonia”, hacia junio de 1870 con jóvenes 18 años, a raíz de que a su familia le interesó se ocupara en algo positivo y lo apoyó para que se asociara con los hermanos Edward y James Ogilvy, para hacer producir una estancia en la provincia de Entre Ríos, que aquellos ya tenían arrendada.
Su etapa vinculada a Argentina, Uruguay, Paraguay y Brasil, finaliza en 1883 cuando regresa a Inglaterra para ocuparse de cuestiones familiares y comenzar con su participación en la política, y posteriormente su actividad de escritor. Pero no fueron trece años de residencia permanente en la región, ya que en el medio hubo muchos regresos a Europa, entre ellos, el que en 1878 lo tiene contrayendo enlace en un registro civil de Londres, con la joven Gabriela de la Balmondiere de solo 18 años; tiene él 26.
Ninguno de sus emprendimientos comerciales en estas tierras terminó exitosamente si lo miramos desde el aspecto económico, pero todos fueron exitosos vistos desde la experiencia de vida y la aventura.
Por 1877 compra en poca plata la “Estancia Sauce Chico” en el sur bonaerense, ya que había sido devastada por un malón. Por entonces la región estaba prácticamente bajo el dominio aborigen, y a pesar que encara la difícil tarea con todo su empuje, no logra el anhelo de poblar, y debe escapar junto a dos compañeros buscando poner distancia con los indios. Llegan a la zona de la actual Mar del Plata, y de allí, bordeando la costa, logran orientarse para llegar a Buenos Aires. Esto me hace pensar que en su derrotero debieron cruzar por mis viejos pagos de la Magdalena.
Resumimos su amor por los caballos, con dos anécdotas. La primera la refiere Sáenz (h), y habla del caballo “El Blanco” que tuviera de su silla en Paraguay por 1873: “Sí que El Blanco era el tipo acabado del pingo criollo. Era gran nadador y para el lazo y todo trabajo del campo era muy superior. Una señora, hace poco, al hojear “Retrato de un Dictador” me preguntó: -¿Dónde está El Blanco? -No sé, de fijo en Trapalanda, sin duda, pero no estoy seguro en que potrero celestial. Pero, de una cosa estoy bien seguro: donde quiera que esté me espera. La buena señora abrió los ojos y dijo: -¿Cómo sabe Ud.? Le dije: por un telégrafo sin hilos que me suministra el Ministro de Correos de Trapalanda. De seguro la buena señora me tomó por loco… ¡Y yo, contentísimo…!”.
La otra, quizás más conocida, es la que relata cuando hacia 1885 aproximadamente, en un viaje que hiciera a Glasgow, encuentra atado a un tranvía y bastante indócil en los tiros, a un oscuro estrella blanca que reconoce como de la Estancia “Curumalán” de Eduardo Casey, al ver la E y la C entrelazada que conformaban la marca. Había pasado por la misma en viaje a Bahía Blanca, y como los gauchos de entonces grabó en su mente el dibujo del fierro. Enseguida ofrece al conductor, comprarlo, y la compañía no duda en vendérselo. De ahí en más y por muchos años será el caballo de su silla, al que bautiza “Pampa” y al que dedica en 1930 su libro “Los Caballos de la Conquista”. Tschiffely, su biógrafo, recordará que ese caballo fue “uno de los orgullos y de las alegrías de su vida”.
Aunque no se consideraba un escritor profesional, el crítico Herbert Faulkner West, opinó que “escribía con la naturalidad y felicidad con que andaba a caballo”. Acabada definición.

En sus variados escritos siempre encontró la excusa para referirse a los caballos, y así supo explayarse “…junto al caballo crecieron los hijos de los conquistadores. Ambos crecieron como si hubieran sido una sola carne y formaron una raza de centauros, siendo sus vidas tan inseparables que era difícil decir, cuando se desplazaban a través de las llanuras, donde terminaba el hombre y donde empezaba el caballo”. Y podemos admitir que remata, al publicar “Los Caballos de la Conquista”, con el siguiente pensamiento: “Yo, que como Hudson he montado cientos o quizás miles de caballos descendientes de los que pertenecieron a los conquistadores, he escrito este libro por gratitud”.
Sin duda que la vida lo trajo a morir a las tierras del Plata, porque como afirmó Sáenz (h), “sé que para él era uno de sus más legítimos orgullo, la vida de gaucho que durante varios años llevara…” entre nosotros, donde hizo público que había pasado los años más felices de su vida, por lo que estaba seguro que de volver a vivir, sería gaucho.
Cuando sus restos llegaron a Escocia, fueron sepultados en la Isla Inchmahome (Isla de los Descansos), donde ya reposaba su esposa. Allí, en su lápida, en lugar del escudo de nobleza de su familia, se grabó el dibujo de la marca de hacienda que registrara en Gualeguaychú en el inicio de su vida gaucha.
Todo un símbolo de este noble distinto que tanto se acriolló, que su título más preciado sería sin duda este que ahora le ofrecemos de “Señor de Trapalanda”, porque no dudamos se cumplió aquel deseo: “No permita Dios que vaya a un cielo donde no haya caballos”.
Buscando de ponerle a este recuerdo un paisano broche, nos parece oportuno ofrecerle a los lectores, el rescate de un casi desconocido poema que evoca a nuestro personaje, y que tomamos de una Revista Raza Criolla de hace 55 años.

DON ROBERTO, EL RESERO

Señor de airón con divisa
y estandarte medieval
en castillo con almenas
y torre de homenajear,
y con pátinas de siglos
sobre el arco del portal,
marcando cuatro cuarteles
el escudo familiar…

Patrón de estancia en la pampa,
fogón y puerta imparcial
donde a nadie se pregunta
quién es, ni hacia dónde va…
Patrón de estancia con foso
y mangrullo para otear
y con su marca estampada
sobre el arco del portal…

Señor de mano pulida
luciendo en el anular
la sortija hereditaria
de reyecía feudal…
Mano de hombre de a caballo
la que saluda cordial,
la manija del rebenque
suspendida en el pulgar.

Jinete de sangre pura
galopando en Hyde Park,
o resero de novillos
sobre su criollo alazán,
desde el chambergo a la espuela
y de la espuela al pretal,
prestancia de señorío
y arrogancia gaucha al par.

Bien haya tu pecho amigo
que también supo acordar
guitarra de payadores
con los gaiteros del “clan”,
el “kilt” de los escoceses
y el flotante chiripá,
el “che” de la tierra nuestra
con el Mac de los Highlands…

bien haya tu nombre hermano,
que grabado debe estar
en algún mate de plata
o en la hoja de un puñal…
O bien tu golilla blanca
con la discreta inicial
de quien lo bordó en realce
“nunca te podré olvidar”…

Y así como allá en la pampa,
tras el duro trajinar
descansabas en tu poncho,
tendido en el gramillar,
tal quisiste Don Roberto,
dormir en la eternidad,
reclinada tu cabeza
en tu poncho balandrán…

Patrón del castillo Ardoch,
tropero de sangre real,
príncipe de poncho al viento
y el redomón alazán…
Sobre tu tumba en Escocia,
no me habría de asombrar
que hiciera nido un hornero
y que cantara un zorzal…

Versos de Bartolomé Gutiérrez
La Plata, 17 de Junio de 2016


BIBLIOGRAFÍA BÁSICA

+ Los caballos, la gran pasión de Don Roberto, por Luis Dubini – Revista El Caballos N° 82 (11/1950)
+ Algo más sobre Don Roberto B. Cunninghame Graham, por Justo P. Sáenz (h) – Revista Raza Criolla N° 33 (7/1952)
+ Semblanza de un criollo inglés, por Edelmiro Solari Yrigoyen – Revista Raza Criolla N° 36 (8/1954)
+ Recordando a sir Roberto Cuninghame Graham, por Raúl H. Freire – Revista Raza Criolla N° 50 (6/1961)

+ El Escocés Errante – Vida de R. B. Cunninghame Graham, por Alicia Jurado – (2da. Edición, 2001)

(Publicado en www.eltradicional el 7/09/2016)

domingo, 20 de noviembre de 2016

PALENQUE

LR 11 – Radio Universidad – “CANTO EN AZUL Y BLANCO”
Micro Nº 004 – 20/11/2016

Con su licencia, paisano! Acomodado en la cocina grande, junto a la ventana para tener mejor luz, mientras gustamos un mate, vamos a ver si compartimos “Decires de la campaña”.

PALENQUE
En un pasado aún cercano, no faltaba en ninguna casa de campo la presencia de un poste de buena madera, firmemente enterrado, destinado para atar algún caballo; pues bien, ese era “el palenque”.
En las estancias con mucho personal, como frente a las pulperías o esquinas muy concurridas, “el palenque” debía permitir atar mayor cantidad de caballos, entonces sobre varios postes colocados en línea recta enterrados verticalmente de más o menos un metro de altura, se  aseguraba en forma horizontal un poste largo como una cumbrera, o bien un caño grueso, y hasta se han unido los postes verticales con gruesas cadenas marineras, conformando el palenque.
También han existido “palenques redondos y cuadrados”, y al respecto tenemos la palabra de José Hernández, cuando en su “Instrucción del Estanciero” aconseja: “El modo de construir un buen palenque, fuerte, cómodo y con sombra, es hacerlo redondo o cuadrado, plantando adentro un ombú o sauces, que pronto ofrecen un excelente abrigo contra los rayos del sol”.
En la construcción de “palenques redondos” han sido muy usadas las yantas de la rueda de una chata o carro grande, a las que a veces se le remachaban argollas pendientes de una grampa.
Y ya que hablamos de argollas, en viejos pueblos de la campaña e inclusive también en “la gran aldea porteña”, en los bordes de las veredas, en la entrada de alguna casa o frente a algún negocio, a la altura del cordón, había argollas bien aseguradas que servían de palenque para atar los caballos de andar, o de algún coche.
En los grandes corrales de la estancia vieja, cuando se trabajaba a lazo, también había un palenque en el centro que ayudaba a lidiar con algún animal muy chúcaro. A veces para ese palenque, se buscaba un palo que conformase una horqueta (como una “Y”), y entre los dos brazos superiores se fijaba atravesado otro palo o bien un trozo de caño que se dejaba libre girando sobre un eje metálico que se fijaba a los brazos. A este palenque se lo llama “torno”, y con ese sistema se facilitaba el uso del lazo cuando había que arrimar un animal al palenque.
Hoy por hoy los palenques más conocidos son los de los  campos de  jineteadas, y su denominación se ha visto apocopado quedando reducida a “palo”; y así es común oír a un animador cuando dice “Arriman al 1 el reservado tal”.
La mayoría de los poetas le han escrito al “palenque”, pero para ilustrar la charla de hoy nos quedamos con el verso que le escribiera Don Enrique Uzal:
                                                                                 
 PALENQUE…

Viejo palenque clavao
junto a unas viejas taperas
como si acaso quisieras
apuntalar lo pasao,
hoy solo, triste, olvidao
no servís ni pa’ esquinero,
el tiempo te ha puesto overo
como overa está mi alma.
¡Bien se ha dicho que la calma
va enancada al entrevero!

Te está sangrando la herida
con que te tajeó la suerte,
fuistes en el cimbrón fuerte
pero te venció la vida;
fuiste adiós  en la partida
y caricia en la llegada,
lucero en la madrugada
y resolana en la siesta,
el malambear de la fiesta
y la cifra en la payada.

Siempre fuiste en las cuadreras
banderín y juez  rayero;
vos le secaste al resero
el sudor de las ‘bajeras”
a las palomas viajeras
le diste asiento y querencia:
vos le “emprestaste pacencia”
a la lechuza agorera
y la calandria parlera
aprendió tu mal de ausencia.

Sos cumbre, pampa, ladera,
chiripá, poncho, pañuelo,
te falta el color del cielo
para llamarte bandera;
viejo palenque, ande quiera
pegá un grito de atención
que recorra la extensión
rudo, vibrante, valiente,
¡Pa’ que viva en el presente
nuestra gaucha tradición!


Versos de Enrique Uzal

domingo, 13 de noviembre de 2016

CENCERRO

LR 11 – Radio Universidad – “CANTO EN AZUL Y BLANCO”
Micro Nº 003 – 13/11/2016

Con su licencia, paisano! Acomodado en la cocina grande, junto a la ventana para tener mejor luz, mientras gustamos un mate, vamos a ver si compartimos “Decires de la campaña”.
Hablábamos en el programa pasado de la “tropilla”, y al hacerlo algo dijimos sobre “el cencerro”, elemento al que hoy le dedicaremos el espacio.
Es el  “cencerro” un elemento de percusión, remedo en pequeño de una campana, la gran mayoría construidos en bronce, aunque no faltan algunos confeccionados con chapa gruesa.
Por su forma los podemos clasificar en “tipo campana”, de cuatro caras planas -el “cencerro cuadrado”- y cilíndrico; por lo general estos últimos se confeccionan en chapa gruesa, y reciben la denominación de “tacho”.
Como en cualquier campana, en la parte superior interna, de un ojo fijo pende un badajo que al golpear va produciendo el particular sonido, que en este caso concreto le impone el andar de la madrina.
En su parte superior “el cencerro” tiene un “ojo” por el que se pasa la prenda llamada “anillo”, que un extremo tiene un ojal y en el otro un botón, la que a su vez se sujeta al cogote de la yegua
Han existido fábricas que han impuesto su nombre, y así es que a veces se recuerda y menta a “los marca ciervo”; a su vez se los catalogaba por tamaño con un número que los representaba, ya sea un Ciervo 10 o un Ciervo 12, p. ej.
Tiene “el cencerro” una antigua tradición que excede nuestra historia como que en la vieja Europa ya se lo usaba, pero el uso en nuestras tropillas le da una impronta muy especial, muy nuestra.
Pequeños cencerros con el nombre de campanilla han usado los bueyes, las mulas, las ovejas, pero poco tiene esto que ver con lo que hoy nos interesa.
Como anécdota puedo contar que mi primer libro se llamó “Al Badajear del Cencerro”, y recuerdo que a Rafael Bueno, una madrugada de 1980 que nos encontramos en el programa de Perla Vázquez,  le parecía que estaba mal, no lo convencía ese título.
Para ilustrar lo que hemos venido narrando, recurrimos al poeta de Lezama, Don Pedro Boloqui, y de él leemos sus décimas a “El Cencerro”

TROPILLA

LR 11 – Radio Universidad – “CANTO EN AZUL Y BLANCO”
Micro Nº 002 – 06/11/2016

Con su licencia, paisano! Acomodado en la cocina grande, junto a la ventana para tener mejor luz, mientras gustamos un mate, vamos a ver si compartimos “Decires de la campaña”.

TROPILLA
No es ninguna novedad asegurar que el país se hizo a pata de caballo, ya que es una expresión remanida; las grandes distancias de nuestra Patria y la abundancia de yeguarizos, hicieron posible que así fuera.
Y el gaucho le agregó una particularidad al hecho de marchar grandes distancias y también al encarar las difíciles tareas pastoriles de la antigua estancia criolla: “la tropilla”. La “tropilla entablada”.
No existe entre los pueblos ecuestres del mundo -llámense estos cosacos, beduinos, vaqueros, charros, llaneros, etc.-, algo similar a “la tropilla” de nuestra tierra.
El gaucho se las ingenió y en torno a una yegua madrina, elegida por su pelaje y carácter, entabló en aquellos tiempos heroicos, de quince a treinta yeguarizos castrados, pudiendo éstos ser redomones o ya caballos.
En el cogote de la madrina -por lo general mansa de abajo pero potra-, cuelga el cencerro, elemento de percusión, remedo en pequeño de una campana, del que según el Tata Umpierrez: no hay dos que suenen iguales.
Al respecto otro poeta dijo: “Como goteando sonidos / del cencerro en el cogote, / va la madrina que al trote / puntea en el recorrido”.
El múltiple José Hernández, en su “Instrucción del Estanciero”, por 1882 apuntó: “Las tropillas eran antes, no solo muy útiles, sino hasta indispensables en una estancia, tanto para los trabajos que debían hacerse fuera del establecimiento, y aún dentro del mismo campo, como para los viajes, en tiempos en que el caballo era el único medio de locomoción que poseía el país”.
Si bien entonces no existía lo que hoy conocemos como “sociedad de consumo” ya que  para el hombre de aquel tiempo la plata valía tan poco que la usaba de botón en el tirador,  en tener una buena tropilla se invertía tiempo de búsqueda y también patacones.  Y así era un lujo gaucho tener una “tropilla de un pelo”, con los caballos todos parecidones, como cortados por la misma tijera; y en aquellos que eran “de posibles” el lujo se agrandaba al ser “de un pelo y de la mesma marca”.
Era común que en las largas resereadas, cuando se trasladaban animales de una estancia, el domador de la misma pidiese permiso para salir al camino con la “tropilla” que estaba entablando para hacerlos a la huella y al trabajo, y así, al regresar a la estancia, solía entregarse la tropilla para el trabajo de los mensuales. 

JAGÜEL

LR 11 – Radio Universidad – “CANTO EN AZUL Y BLANCO”
Micro Nº 001 – 30/10/2016

Con su licencia, paisano! Acomodado en la cocina grande, junto a la ventana para tener mejor luz, mientras gustamos un mate, vamos a ver si compartimos “Decires de la campaña”.

JAGÜEL
Cuando el conquistador español empezó allá por 1581, a repartir los campos de la campaña porteña en “suertes de estancia”, una de las principales preocupaciones fue el tema del agua. Por ese motivo los repartos se hacían sobre cursos de aguas, principalmente ríos, y por eso también fue que dichas suertes eran angostas y largas, las que por allí escuchamos nombrar como “lonjas de campo”. Así fue que frente a un río cuya costa podía dar bajada a la hacienda a saciar la sed, se iban repartiendo las fracciones una al lado de la otra.
Más adelante, al poblarse campos de “pa’juera”, para solucionar el problema del agua, se comenzaron a cavar “jagüeles”. Estos eran “Amplios pozos excavados hasta la primera napa de agua como represa artificial para abrevadero de los ganados. Cuando las vertientes no están muy profundas, estos pozos eran convertidos en represas, donde el ganado bebía directamente. Se practicaba una rampa a cada lado para que los animales bajaran hasta el agua. Este ‘jagüel’ era de forma cuadrilonga y las rampas se construían en los costados más largos”. Esto según el decir de Don Francisco I. Castro.
  Pero el que quizás está más presente en la memoria popular, es el pozo redondo y con brocal, que solía haberlos cerca de ‘las casa’ como en medio del campo donde era útil para que abreve el rodeo. El agua se sacaba a balde, para lo cual se plantaba un poste a cada lado del pozo, unidos en lo alto por un  travesaño o crucero del que pendía una roldana por la que pasaba una soga o un lazo que de un extremo sostenía el balde, y del otro, prendido a la asidera del recado, era tirado por un caballo al que se solía denominar “jagüelero”, generalmente montado por un boyerito, que en un monótono ir y venir iba sacando el agua que el balde volcador dejaba caer en una represa que abastecía bebederos.
A propósito, en 1953, Miguel H. Bustingorri publicó un sabroso libro titulado “El Muchacho del Jagüel”.
Hubo distintos tipos de baldes: los más primitivos fabricados en cuero, luego el balde volcador, la manga de madera y luego de chapa.
Con el poeta Charrúa como principal impulsor de la poesía campera, ya por la década del ’30 del siglo pasado abordó el tema del “jagüel en su libro “Campo y Cielo”; también lo abordó otro poeta de esa misma generación como Omar Menvielle, quien le dedicó una décima.
Si bien tras la difusión masiva del molino el “jagüel” fue cayendo en desuso, aún suele vérselo en poblaciones apartadas de la campaña, aunque en lugar de “jagüel” suele nombrárselo como “pozo de agua”.
Redondeando lo dicho, recurrimos entonces al verso de Charrúa y lo compartimos con la audiencia