martes, 16 de marzo de 2010

PROPIO DE COBARDE


Corría mediados de un mes de agosto en que el pueblo celebraba su fiesta anual, motivo por el cual acogía en su seno mucha más gente que de costumbre.
Ya la primavera se insinuaba en árboles que verdecían anticipadamente y hasta en las aves que se mostraban más proclives al canto y en algunos casos con los plumajes más aparentes; por que no decir que hasta las personas tenían el ánimo más predispuesto a vivir alegremente.
La zona de la vieja estación ferroviaria mostraba el mayor movimiento y concentración de gentes y carruajes, no alcanzando los palenques para tantos pingos, carros, sulkys y volantas, entre los que descollaban por lo novedoso, estacionados sobre el otro costado, un Ford “T” y una “voiturette” Chevrolet. Y aunque no era lo común, un poco más allá, por donde estaban los corrales de la feria, una tropilla de overos de distintos pelajes, con la que había pegado una galopeada regular, el capataz de “La Espadaña” de Olarra.
En la fonda de “El Turco”, las cosas marchaban a pedir de boca; todas las mesas ocupadas al igual que las habitaciones que alquilaba como “pensión familiar”; en la cancha de pelota paleta mostraban su virtuosismo algunos aficionados locales y hasta algún forastero caído como “de regalo” con motivo de los festejos.
En el patio trasero se mezclaban camperos y puebleraje, entreverados o en partidos de bochas o jugando a la taba; la cancha de “lisas y rayadas” se tendía sobre un lateral del terreno, perfectamente demarcada con largos tablones alquitranados para protegerlos de la intemperie, mientras que su piso lucía el blanco lisamente apisonado de la conchilla; en el espacio que mediaba entre la cancha y el terreno lindero, se había improvisado el limpión para despuntar el “vicio” de la taba. En los tres ámbitos, canchas de paleta, bochas y taba, con la anuencia o vista gorda policiana, ya que un “agente” se paseaba por todos los rincones de esos dominios, se jugaba por plata, y algunas paradas eran fuertes.
Mientras que en el frontón acaparaba el juego un hombre venido del “lao del oeste”, según se comentaba, en la tabeada estaba tayando Don Lino Pereda.
Era éste un hombre más vale pueblero, que estaba afincado en un lote de casi una manzana en la orilla norte del poblado, donde siempre -a manta y galpón-, solía componer algún caballito para las cuadreras; sin ser un hombre de campo gustaba vestir a la usanza de los patrones rurales: bombacha ancha y saco sastre, ambas prendas en color oscuro, botas fuertes, pañuelo blanco doblado ancho, chambergo negro con el ala gacha sombreándole la frente y los ojos, y en la cintura tirador de cabritilla negra con revolvera del lado izquierdo, que prendía una pretenciosa y amplia rastra con un gran centro donde resaltaban entrelazadas, sus iniciales.
Más allá de que tenía algunos novillitos puede decirse que vivía del juego, ya sea taba, cuadreras, mongo, siete y medio, riñas... o lo que venga, que donde se “armaba algo”, ahí estaba él, y lo más cierto es que nunca iba a salir con las manos vacías.
Hacía rato que Don Lino mandaba con el “güeso” en la mano; antes, varios habían sido los paisanos que con suerte diversa tantearon y tiraron la taba, que también habían sido varias, pero desde que empezó a tirar Pereda, la suerte había hecho un pacto con su mano, ...al menos eso parecía...
La rueda de los mirones se había ido agrandando, y el murmullo entre estos era constante; agatas apartado del grupo, ubicado de modo tal de poder ver casi de frente a Don Lino, sin perder detalle de cada tiro de éste y atento a cada revoleo de los ocasionales adversarios, estaba Lucio Alcaraz. Paisano de entre 25 y 30 años, se ganaba la vida trabajando de a caballo en la feria, y si salía algún viaje, también resereaba; aprovechaba éstos para hacer al trabajo algún animalito de los que siempre tenía en amanse.
Era un mozo reservado, de poca conversación y menos de andar formando montonera con otros. ¡Eso sí!, muy respetuoso, cumplidor de sus compromisos y de una sola palabra.
Su estatura mediana parecía agrandarse por el físico delgado y proporcionado que coronaba una cabeza bien plantada sobre un cuello fuerte, transmitiendo el conjunto una clara sensación de firmeza.
La boina negra -con colorida borla- se asociaba a los ojos oscuros de mirar penetrante y escrutador; sobre la camisa de cuadros chiquitos, un chaleco tejido de color gris, resaltaba su torso; la bombacha azul -casi sin vuelo-, de puño desabrochado sobre la zapatilla de lona con los colores patrios, quedaba asegurada a su cintura por una faja pampa engalanada por un modesto tirador picazo que cerraba una rastra de cuero, casi seguro de su propia hechura, y poniendo un gesto de seriedad, terciado a su espalda un cuchillo de hoja ancha de jeme y medio de larga, encabado en guampa, con vaina de cuero crudo que repetía el trabajo de la rastra; pendiendo de éste, su rebenque de trabajo.
El ir y venir de la taba sólo se interrumpía cada vez que un jugador era reemplazado.
Y en una de esas, Lucio pisó el “güeso”.
Parsimoniosamente se agachó a levantarlo; lo tanteó, lo hizo girar en su diestra, lo tiró al aire y lo recogió, y en una actitud casi casual, lo dejó caer al suelo, donde quedó mostrando “el culo”.
-Está cargada! -fue el seco y contundente comentario que salió de su boca, cuando su mirada buscaba la de Don Lino.
-¿Qué decís? ¡Qué sabrás vos! -fue la respuesta de éste.
-Lo que oyó; ha estao ganando con trampa... va a tener que degolver la plata...
-¡No acuses, carajo...! -y mientras decía echaba mano al revolver, pero ni bien notaba el movimiento, ya estaba Lucio con el cuchillo en una mano y el rebenque en la otra.
El largo de la cancha los separaba.
Cuando Don Lino estiró el brazo con intención de fijar el blanco y tirar, Lució pegó una cuerpeada a su derecha con felina agilidad yéndose casi hasta el suelo, sofrenando peso y envión en el cuchillo que afirmó de punta en la tierra; y la bala se perdió en el vacío, lejos del objetivo.
Sobre el pucho Lució repitió la maniobra hacia su izquierda, sujetándose ahora en el cabo del rebenque, mientras que el segundo disparo resonaba perforando el espacio.
Y entre saltos y zancadas, ágil como una gama, había acortado más de la mitad de la distancia.
“¡Hay que ser guapo” comentó al compañero uno de los pocos mirones que quedaron en tanto le afirmaba el codo en las costillas, a lo que éste -viendo la palidez que ganaba a Don Lino- sentenció: “No alcanza con armar coraje...”.
Quedó en un eco el tercer disparo y Don Lino como clavado al suelo, cuando ya Lucio había sujetado su calculado salto a la derecha contra el tablón de la cancha de bochas, repitiendo la acción de la vez primera.
“Al cuchillo no se le acaban las balas”, debe haber pensado Pereda en tanto buscaba como apuntar a blanco tan esquivo.
Y en una última y corajuda embestida ya estuvo el mozo sobre el petrificado tahúr.
Al tiempo que lo encimaba, lo sostenía con la mano del rebenque mientras empujaba el brazo derecho en profunda puñalada al vientre.
Contrastaba la rojiza expresión del rostro fuertemente contraído de Lucio, con la palidez del miedo que mostraba la cara de ojos desorbitados de Don Lino, ojos que se fruncieron tras el golpe en su panza.
Lucio llevó la diestra atrás y mandó una segunda puñalada enceguecida, y una tercera... Tras ésta, los ojos de Pereda se abrieron lentamente, y cuando el mozo contraía el brazo buscando de entrarle una vez más, alzó la zurda y casi al lado, le gatilló el revolver en la cabeza.
Se aflojaron las piernas del paisano, dobló las rodillas deslizándose hacia el suelo, y en extraña contorsión cayó, quedando de espaldas, el rebenque sostenido en la izquierda, los negros ojos entrecerrados con expresión de sorpresa, y junto a su diestra, el cuchillo cabo ‘e guampa, con la hoja quebrada más arriba de la mitad...
Impávido por haber nacido de nuevo, Don Lino Pereda acariciaba el centro de la rastra, testigo mudo de tres machucones que afeaban groseramente el monograma como otras tantas desprolijas cicatrices.
Y en el desbande, uno de los mirones encontró semienterrada contra el tablón de la cancha de bochas, esa mitad de la hoja que faltaba en el cuchillo de Alcaraz, y al tiempo que la tiraba sobre la blancuzca conchilla, murmuró como para si: “-¡Áhi estaba la madre del borrego!”.
La Plata, 14 de septiembre de 2001

(Del libro "PLÁTICAS DE FOGÓN - Narraciones Criollas")

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